domingo, 30 de agosto de 2009


Carta del Papa Juan Pablo II sobre la segunda guerra mundial

A mis hermanos en el episcopado,
a los sacerdotes y a las familias religiosas,
a los hijos e hijas de la Iglesia,
a los gobernantes,
a todos los hombres de buena voluntad.

La hora de las tinieblas
1. «ME HAS ECHADO EN LO PROFUNDO de la fosa, en las tinieblas, en los abismos» (Sal 88 [87], 7). ¡Cuántas veces este grito de dolor ha surgido del corazón de millones de mujeres y de hombres que, desde el 1° de septiembre de 1939 hasta el final del verano de 1945, se enfrentaron con una de las tragedias más destructoras e inhumanas de nuestra historia!
Mientras Europa se encontraba aún bajo el impacto de los actos de fuerza realizados por el Reich, que habían llevado a la anexión de Austria, al desmembramiento de Checoslovaquia y a la conquista de Albania, el primer día del mes de septiembre de 1939, las tropas alemanas invadían Polonia por el Oeste y, el 17 del mismo mes, la Armada roja lo hacía por el Este. La derrota del ejército polaco y el martirio de un pueblo entero iban a ser preludio de la suerte que muy pronto tocaría a numerosos pueblos europeos y, a continuación, a muchos otros en la mayor parte de los cinco continentes.
En efecto, desde 1940, los Alemanes ocuparon Noruega, Dinamarca, Holanda, Bélgica y la mitad de Francia. Durante este período, la Unión soviética, agrandada ya por una parte de Polonia, realizó la anexión de Estonia, Letonia y Lituania y quitó Besarabia a Rumania y algunos territorios a Finlandia.
Después, como un fuego destructor que se propaga, la guerra y los dramas humanos, que la acompañan inexorablemente, iban rápidamente a desbordar las fronteras del «viejo Continente» para llegar a ser «mundiales». Por un lado, Alemania e Italia llevaron los combates más allá de los Balcanes y en África mediterránea y, por otro lado, el Reich invadió bruscamente Rusia. Los Japoneses, por fin, destruyendo Pearl-Harbor, empujaron a los Estados Unidos de América a la guerra al lado de Inglaterra. Terminaba el año 1941.
Hubo que esperar el año 1943, con el éxito de la contraofensiva que liberó la ciudad de Stalingrado del yugo alemán, para que se produjera un cambio en la historia de la guerra. Las fuerzas aliadas por un lado y la tropas soviéticas por el otro lograron derrotar a Alemania, a costa de encarnizados combates que, desde Egipto hasta Moscú, provocaron horribles sufrimientos a millones de civiles indefensos. El 8 de mayo de 1945 Alemania se rindió sin condiciones.
Pero la lucha continuó en el Pacífico. Para acelerar el final, a primeros de agosto del mismo año se lanzaron dos bombas atómicas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. Al día siguiente de este hecho espantoso Japón se rindió a su vez. Es el 10 de agosto de 1945.
Ninguna guerra ha merecido tanto el apelativo de «guerra mundial». Además fue total, pues no podemos olvidar que a las operaciones terrestres se sumaron combates aéreos y combates navales en todos los mares del mundo. Ciudades enteras fueron objeto de destrucciones despiadadas, sumiendo a poblaciones aterrorizadas en la angustia y la miseria. Roma misma estuvo amenazada. La intervención del Papa Pío XII evitó que la Ciudad fuera un campo de batalla.
Este es el cuadro sombrío de los hechos que recordamos hoy. Provocaron la muerte de cincuenta y cinco millones de personas, dejando divididos a los vencedores y una Europa para reconstruir.

Acordarse
2. Cincuenta años después, tenemos el deber de acordarnos ante de Dios de aquellos hechos dramáticos, para honrar a los muertos y compadecer a todos aquellos que este despliegue de crueldad hirió en el corazón y en el cuerpo, perdonando del todo las ofensas.
En mi solicitud pastoral por toda la Iglesia y preocupado por el bien de toda la humanidad, no podía dejar pasar este aniversario sin invitar a mis hermanos en el episcopado, a los sacerdotes y los fieles, así como a todos los hombres de buena voluntad, a una reflexión sobre el proceso que llevó este conflicto hasta los límites de lo inhumano y de la aflicción.
En efecto, tenemos el deber de sacar una lección de este pasado, para que jamás pueda repetirse el conjunto de causas capaz de desencadenar un conflicto semejante.
Ya sabemos por experiencia que la división arbitraria de las naciones, los desplazamientos forzosos de las poblaciones, el rearme sin límites, el uso incontrolable de armas sofisticadas, la violación de los derechos fundamentales de las personas y de los pueblos, la inobservancia de las reglas de conducta internacional, así como la imposición de ideologías totalitarias no pueden llevar más que a la destrucción de la humanidad.

Acción de la Santa Sede
3. El Papa Pío XII, desde su comienzo, el 2 de marzo de 1939, lanzó un llamamiento a la paz, que todos consideraban seriamente amenazada. Algunos días antes de desencadenarse las hostilidades, el 24 de agosto de 1939, el mismo Papa pronunció unas palabras premonitorias cuyo eco resuena todavía: «He aquí que vuelve a sonar una vez más una grave hora para la gran familia humana (...). El peligro es inminente, pero todavía hay tiempo. Nada se pierde con la paz. Todo puede perderse con la guerra[1].
Por desgracia, la advertencia de este gran Pontífice no fue escuchada absolutamente y llegó el desastre. La Santa Sede, no habiendo podido contribuir a evitar la guerra, intentó -en la medida de sus posibilidades- limitar su extensión. El Papa y sus colaboradores trabajaron en ello sin descanso, tanto a nivel diplomático como en el campo humanitario, evitando tomar partido en el conflicto que oponía a pueblos de ideologías y religiones diferentes. En este cometido, su preocupación fue también la de no agravar la situación y no comprometer la seguridad de las poblaciones sometidas a pruebas poco comunes. Escuchemos una vez más a Pío XII cuando, a propósito de lo que sucedía en Polonia, declaró: «Tendríamos que pronunciar palabras de fuego contra tales hechos y lo único que nos lo impide es saber que, si habláramos, haríamos todavía más difícil la situación de esos desdichados»[2].
Algunos meses después de la Conferencia de Yalta (4-11 de febrero de 1945) y recién acabada la guerra en Europa, el mismo Papa, dirigiéndose al Sacro Colegio Cardenalicio, el 2 de junio de 1945, no dejó de preocuparse sobre el futuro del mundo y abogar por la victoria del derecho: «Las naciones, las pequeñas y las medianas particularmente, piden que se les permita tomar las riendas de sus propios destinos. Se les puede llevar a contraer, con su pleno acuerdo y en el interés del progreso común, obligaciones que modifiquen sus derechos soberanos. Pero después de haber soportado su parte, su parte tan grande, de sacrificios para destruir el sistema de la violencia brutal, están ahora en condiciones de no aceptar que se les imponga un nuevo sistema político o cultural que la gr an mayoría de sus pueblos rechazan resueltamente (...). En el fondo de su conciencia los pueblos sienten que sus dirigentes se desacreditarían si, por el delirio de una hegemonía de la fuerza, no hicieran seguir la victoria del derecho»[3].

El hombre menospreciado
4. Esta «victoria del derecho» sigue siendo la mejor garantía del respeto de las personas. Ahora justamente, cuando se piensa en la historia de estos seis años terribles, uno no puede menos que horrorizarse por el menosprecio de que ha sido objeto el hombre.
A las ruinas materiales, a la aniquilación de los recursos agrícolas e industriales de los países asolados por los combates y las destrucciones que llegaron hasta el holocausto nuclear de dos ciudades japonesas, se añadieron masacres y miseria.
Pienso particularmente en el destino cruel ocasionado a las poblaciones de las grandes planicies del Este. Yo mismo fui testigo horrorizado de ello al lado del Arzobispo de Cracovia, Monseñor Adam Stefan Sapieha. Las exigencias inhumanas del invasor de entonces afectaron de manera brutal a los opositores y a los sospechosos, mientras que las mujeres, los niños y los ancianos fueron sometidos a constantes humillaciones.
No podemos olvidar el drama causado por el desplazamiento forzado de las poblaciones que fueron echadas por los caminos de Europa, expuestas a todos los peligros, en busca de un refugio y de medios para sobrevivir.
Debe hacerse una mención especial de los prisioneros de guerra que, aislados, ofendidos y humillados, pagaron también, después de las asperezas de los combates, otro pesado tributo. Hay que recordar, por fin, que la creación de gobiernos impuestos por los invasores en los Estados de la Europa central y oriental estuvo acompañada por medidas represivas y también por una multitud de ejecuciones para someter a las poblaciones reacias.

Las persecuciones contra los judíos
5. Pero de todas estas medidas antihumanas, una de ellas constituye para siempre una vergüenza para la humanidad: la barbarie planificada que se ensañó contra el pueblo judío.
Objeto de la «solución final», imaginada por una ideología aberrante, los judíos fueron sometidos a privaciones y brutalidades indescriptibles. Perseguidos primero con medidas vejatorias o discriminatorias, más tarde acabaron a millones en campos de exterminio.
Los judíos de Polonia, más que otros, vivieron este calvario: las imágenes del cerco de la judería d e Varsovia, como lo que se supo sobre los campos de Auschwitz, de Majdanek o de Treblinka superan en horror lo que humanamente se pueda imaginar.
Hay que recordar también que esta locura homicida se abatió sobre otros muchos grupos que tenían la culpa de ser «diferentes» o rebeldes a la tiranía del invasor.
Con ocasión de este doloroso aniversario, me dirijo una vez más a todos los hombres, invitándolos a superar sus prejuicios y a combatir todas las formas de racismo, aceptando reconocer en cada persona humana la dignidad fundamental y el bien que hay en la misma, a tomar cada vez mayor conciencia de pertenecer a una única familia humana querida y congregada por Dios.
Deseo repetir aquí con fuerza que la hostilidad o el odio hacia el judaísmo están en total contradicción con la visión cristiana de la dignidad de la persona humana.

Las pruebas de la Iglesia católica
6. El nuevo paganismo y los sistemas afines se ensañaban, ciertamente, contra los judíos, pero atentaban igualmente contra el cristianismo, cuyas enseñanzas habían formado el alma de Europa. A través del pueblo del cual «también procede Cristo según la carne» (Rm 9, 5), llega el mensaje evangélico sobre la igual dignidad de todos los hijos de Dios, que era menospreciada.
Mi predecesor, el Papa Pío XI, había sido claro en su encíclica «Mit brennender Sorge», al decir:
«Quien eleva la raza o el pueblo, el Estado o una forma determinada del mismo, los representantes del poder o de otros elementos fundamentales de la sociedad humana (...) como suprema norma de todo, aun de los valores religiosos, y los diviniza con culto idolátrico, pervierte y falsifica el orden creado y querido por Dios»[4].
Esta pretensión de la ideología del sistema nacionalsocialista no exceptuaba a las Iglesias y a la Iglesia católica en particular que, antes y durante el conflicto, conoció, también ella, su pasión. Su suerte no fue seguramente mejor en las regiones donde se impuso la ideología marxista del materialismo dialéctico.
No obstante, hemos de dar gracias a Dios por los numerosos testigos, conocidos y desconocidos, que -en aquellas horas de tribulación- tuvieron la valentía de profesar intrépidamente su fe, supieron levantarse contra la arbitrariedad atea y no se plegaron ante la fuerza.

Totalitarismo y religión
7. En el fondo, el paganismo nazi así como el dogma marxista tienen en común el ser ideologías totalitarias, con tendencia a trasformarse en religiones substitutivas.
Ya mucho antes de 1939, en algunos sectores de la cultura europea, aparecía una voluntad de borrar a Dios y su imagen del horizonte del hombre. Se empezaba a adoctrinar en este sentido a los niños, desde su más tierna edad.
La experiencia ha demostrado desgraciadamente que el hombre dejado al solo poder del hombre, mutilado de sus aspiraciones religiosas, se transforma rápidamente en un número o en un objeto. Por otra parte, ninguna época de la humanidad ha escapado al riesgo de que el hombre se encerrara en sí mismo, con una actitud de orgullosa suficiencia. Pero este riesgo se ha acentuado en este siglo en la medida en que la fuerza armada, la ciencia y la técnica han podido dar al hombre contemporáneo la ilusión de ser el único señor de la naturaleza y de la historia. Esta es la presunción que encontramos en la base de los excesos que deploramos.
El abismo moral en el que el desprecio de Dios, y también del hombre, ha precipitado al mundo hace cincuenta años nos ha llevado a experimentar el poder del «Príncipe de este mundo» (Jn 14, 30) que puede seducir las conciencias con la mentira, con el desprecio del hombre y del derecho, con el culto del poder y del dominio.
Hoy nos acordamos de todo esto y meditamos sobre los límites a los que puede llevar el abandono de toda referencia a Dios y de toda ley moral trascendente.

Respetar el derecho de los pueblos
8. Pero lo que es verdad para el hombre lo es también para los pueblos. Conmemorar los acontecimientos de 1939 es recordar además que el último conflicto mundial tuvo por causa la destrucción de los derechos de los pueblos así como de las personas. Lo recordaba ayer, al dirigirme a la Conferencia episcopal polaca.
¡No hay paz si los derechos de todos los pueblos -y particularmente de los más vulnerables- no son respetados! Todo el edificio del derecho internacional se basa sobre el principio del igual respeto, por parte de los Estados, del derecho a la autodeterminación de cada pueblo y de su libre cooperación en vista del bien común superior de la humanidad.
Hoy es esencial que situaciones como la de Polonia de 1939, asolada y dividida según las preferencias de invasores sin escrúpulos, no vuelvan a producirse más. No se puede evitar, a este respecto, pensar en los países que todavía no han obtenido su plena independencia, así como en aquellos que corren el riesgo de perderla. En este contexto y en estos días hay que recordar el caso del Líbano, donde fuerzas aliadas, siguiendo sus propios intereses, no dudan en poner en peligro la existencia misma de una nación.
No olvidemos que la Organización de las Naciones Unidas nació, después del segundo conflicto mundial, como un instrumento de diálogo y de paz, fundado sobre el respeto de la igualdad de los derechos de los pueblos.

El desarme
9. Pero una de las condiciones esenciales para «vivir unidos» es el desarme.
Las terribles pruebas sufridas por los combatientes y las poblaciones civiles, durante el segundo conflicto mundial, deben apremiar a los responsables de las naciones a procurar que se pueda llegar sin tardar a la elaboración de procesos de cooperación, de control y de desarme que hagan impensable la guerra. ¿Quién osaría justificar todavía el uso de las armas más crueles, que matan a los hombres y destruyen sus obras, para resolver las discrepancias entre Estados? Como ya tuve ocasión de decir «la guerra es en sí irracional y [...] el principio ético de la solución pacífica de los conflictos es la única vía digna del hombre»[5].
Por esto hemos de aceptar favorablemente las negociaciones en curso para el desarme nuclear y convencional, así como la total prohibición de armas químicas y otras. La Santa Sede ha declarado repetidas veces que considera necesario que las partes lleguen por lo menos a un nivel mínimo de armamento, compatible con sus exigencias de seguridad y defensa.
Estos pasos prometedores no tendrán, sin embargo, posibilidad de éxito si no están apoyados y acompañados por una voluntad de intensificar igualmente la cooperación en otros campos, especialmente los económicos y culturales. La última reunión de la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa, celebrada recientemente en París sobre el tema de la «dimensión humana», ha registrado el deseo, expresado por países de las dos partes de Europa, de ver instaurado en todas partes el régimen del Estado de derecho. Esta forma de Estado se muestra, efectivamente, como la mejor garantía de los derechos de la persona, incluidos el derecho a la libertad religiosa, cuyo respeto es un factor insustituible de paz social e internacional.

Educar a las jóvenes generaciones
10. Aleccionados por los errores y las desviaciones del pasado, los Europeos de hoy tienen ya el deber de transmitir a las jóvenes generaciones un estilo de vida y una cultura inspiradas por la solidaridad y la estima del prójimo. A este respecto, el Cristianismo, que ha forjado tan profundamente los valores espirituales de este Continente, debería ser una fuente de inspiración constante: su doctrina sobre la persona, creada a imagen de Dios, ha de contribuir al nacimiento de un humanismo renovado.
En el inevitable debate social, en que se enfrentan concepciones distintas de la sociedad, los adultos deben darse ejemplo de respeto recíproco, sabiendo reconocer siempre la parte de verdad que hay en el otro.
En un Continente de tantos contrastes, es necesario que las personas, las etnias y los países de cultura, creencia o sistema social diferentes, aprendan a aceptarse mutuamente.
Los educadores y los medios de comunicación social juegan a este respecto un pape l primordial. Desgraciadamente, hemos de constatar que la educación sobre la dignidad de la persona, creada a imagen de Dios, no está ciertamente favorecida por los espectáculos de violencia o depravación difundidos muy a menudo por dichos medios de comunicación social: las jóvenes conciencias en formación son desorientadas y el sentido moral de los adultos queda embotado.

Moralizar la vida pública
11. La vida pública, ciertamente, no puede prescindir de los criterios éticos. La paz se consigue ante todo en el terreno de los valores humanos, vividos y transmitidos por los ciudadanos y los pueblos. Cuando se disgrega el tejido moral de una nación hay que temer cualquier cosa.
La memoria vigilante del pasado debería conseguir que nuestros contemporáneos estuvieran atentos a los abusos si empre posibles en el uso de la libertad, que la generación de esta época ha conquistado a costa de tantos sacrificios. El frágil equilibrio de la paz podría verse comprometido si en las conciencias se despertaran males como el odio racial, el menosprecio de los extranjeros, la segregación de los enfermos o de los ancianos, la exclusión de los pobres, el recurso a la violencia privada y colectiva.
A los ciudadanos les toca saber distinguir entre las proposiciones políticas que se inspiran en la razón y en los valores morales. A los Estados corresponde velar para que se eviten las causas de exasperación o de impaciencia de tal o cual grupo desfavorecido de la sociedad.

Llamamiento a Europa
12. A vosotros, hombres de Estado y responsables de las naciones, os repito una vez más mi profunda convicción de que el respeto de Dios y el respeto del hombre son inseparables. Constituyen el principio absoluto que permitirá a los Estados y a los Bloques políticos superar sus antagonismos.
No podemos olvidar, en particular, a Europa donde ha surgido este terrible conflicto y que, durante seis años, ha vivido una verdadera «pasión» que la ha arruinado y dejado desamparada. Desde 1945 somos testigos y operadores de loables esfuerzos encaminados a su reconstrucción material y espiritual.
Ayer, este Continente exportó la guerra: hoy, le toca ser «artesano de paz». Confío en que el mensaje de humanismo y de liberación, herencia de su historia cristiana, pueda fecundar todavía a sus pueblos y siga resplandeciendo en el mundo.
¡Sí, Europa, todos te miran, conscientes de que siempre tienes algo que decir, después del naufragio de aquellos años de fuego: la verdadera civilización no está en la fuerza, sino que es fruto de la victoria sobre nosotros mismos, sobre las potencias de la injusticia, del egoísmo y del odio, que pueden llegar a desfigurar al hombre!

Exhortación a los católicos
13. Al concluir, deseo dirigirme muy particularmente a los pastores y a los fieles de la Iglesia católica.
Acabamos de recordar una de las guerras más sangrientas de la historia, nacida en un Continente de tradición cristiana.
Esta constatación debe estimularnos a un examen de conciencia para ver cómo es la evangelización de Europa. El hundimiento de los valores cristianos, que favoreció los errores de ayer, tiene que hacernos estar atentos sobre la manera en que hoy se anuncia y se vive el Evangelio.
Observamos, por desgracia, que en muchos campos de su existencia el hombre moderno piensa, vive y trabaja como si Dios no existiera. Ahí está el mismo peligro que ayer: el hombre dejado en poder del hombre.
Mientras Europa se prepara para recibir un nuevo semblante, ya que ha habido un desarrollo positivo en algunos países de su parte central y oriental, y los responsables de las naciones colaboran cada vez más para la solución de los grandes problemas de la humanidad, Dios llama a su Iglesia a dar su propia contribución para la llegada de un mundo más fraterno.
Junto con las otras Iglesias cristianas, a pesar de nuestra unidad imperfecta, queremos repetir a la humanidad de hoy que el hombre no es auténtico si no se acepta ante Dios como criatura; que el hombre no es consciente de su dignidad si no reconoce en sí mismo y en los demás la señal de Dios que lo ha creado a su imagen; que no es grande sino en la medida en que su vida es una respuesta al amor de Dios y se pone al servicio de sus hermanos.
Dios no desconfía del hombre. Cristianos, tampoco nosotros podemos desconfiar del hombre, porque sabemos que es siempre más grande que sus errores o sus faltas.
Al recordar la bienaventuranza pronunciada en otro tiempo por el Señor: ¡«Bienaventurados los que trabajan por la paz»! (Mt 5, 9), queremos invitar a todos los hombres a perdonar y a ponerse al servicio los unos de los otros, por Aquel que, en su carne, una vez ha dado en sí mismo «muerte a la Enemistad» (Ef 2, 16).
A María, Reina de la Paz, confío a esta humanidad, encomendando a su materna intercesión la historia de la que somos actores.
¡Para que el mund o no conozca nunca más la inhumanidad y la barbarie que lo ha asolado hace cincuenta años, anunciamos sin cansarnos a «nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido ahora la reconciliación» (Rm 5, 11), prenda de la reconciliación de todos los hombres entre sí!
¡Que su Paz y su Bendición estén con todos vosotros!

Notas
[1] Radiomensaje, 24 de agosto de 1939: AAS 31 (1939), pp. 333-334.
[2] Actes et Documents du Saint Siège à la seconde guerre mondiale, Librería Edittrice Vatiicana, 1970, vol. 1, p. 455.
[3] AAS 37 (1945), p. 166.
[4] 14 de marzo de 1937: AAS 29 (1937), pp. 149 y 171.
[5] Mensaje para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz, 8 de diciembre de 1983, n. 4: AA S 76 (1984), p. 295.
[Copyright © Libreria Editrice Vaticana]

martes, 18 de agosto de 2009

Misa Dominical


¿POR QUÉ IR A MISA LOS DOMINGOS?

Porque “sin la Eucaristía no se puede vivir”. Benedicto XVI explica un ejemplo de 49 cristianos en Africa, en el año 304, que pagaron con su vida por asistir a la Misa Dominical.

El emperador Diocleciano prohibió a los cristianos, so pena de muerte, poseer las Escrituras, reunirse el domingo para celebrar la Eucaristía y construir lugares para sus asambleas.

En Abitene, pequeña localidad en lo que hoy es Túnez, en un domingo se sorprendió a 49 cristianos que, reunidos en la casa de Octavio Félix, celebraban la Eucaristía, desafiando las prohibiciones imperiales.

Arrestados, fueron llevados a Cartago para ser interrogados por el procónsul Anulino.

En particular, fue significativa la respuesta que ofreció Emérito al procónsul, tras preguntarle por qué habían violado la orden del emperador. Le dijo:

-«Sine dominico non possumus», sin reunirnos en asamblea el domingo para celebrar la Eucaristía no podemos vivir. Nos faltarían las fuerzas para afrontar las dificultades cotidianas y no sucumbir.

Después de atroces torturas, los 49 mártires de Abitene fueron asesinados. Confirmaron así, con el derramamiento de sangre, su fe. Murieron, pero vencieron: nosotros les recordamos ahora en la gloria de Cristo resucitado.

Enseñanza que podríamos sacar:
Así son los verdaderos cristianos de todos los tiempos. También los del siglo XXI y como habrán de ser los del siglo XXI, si aún no ha sido el juicio final.
Es evidente que no fueron a Misa por cumplir, sino por Amor a una petición del Hijo de Dios, del Dominus (Señor).
Más que una obligación, tenemos necesidad de este Pan para afrontar los esfuerzos y cansancios del viaje. El domingo, día del Señor, es la ocasión propicia para sacar fuerza de Él, que es el Señor de la vida. Aquí encontramos la energía necesaria para el camino de la felicidad auténtica.

jueves, 13 de agosto de 2009

Carta del Prelado de Agosto 2009


En esta ocasión desde México. Las fiestas marianas del mes de agosto sirven a Mons. Echevarría para invitarnos a imitar la vida ordinaria y cercana a Cristo de la Madre de Dios.

04 de agosto de 2009

Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!Assumpta est Maria in cælum, gaudet exercitus angelorum[1]; María ha sido llevada al cielo, en cuerpo y alma, y los ángeles participan de ese gozo. También todos los cristianos nos llenamos de alegría, porque la Virgen vive eternamente en la plenitud de Dios, contempla y ama a la Trinidad Santísima en la gloria del Cielo.Al acercarse la solemnidad del 15 de agosto, Asunción de Nuestra Señora, deseo recordaros que esta gran festividad nos impulsa a elevar la mirada hacia el cielo. No un cielo hecho de ideas abstractas, ni tampoco un cielo imaginario creado por el arte, sino el cielo de la verdadera realidad, que es Dios mismo: Dios es el cielo. Y Él es nuestra meta, la meta y la morada eterna, de la que provenimos y a la que tendemos (...). Es una ocasión para ascender con María a las alturas del espíritu, donde se respira el aire puro de la vida sobrenatural y se contempla la belleza más auténtica, la de la santidad[2]. ¿Cómo y con qué asiduidad recurrimos a la Virgen para proceder siempre y en todo con sentido sobrenatural? ¿Pedimos a nuestra Madre que crezca en nuestras almas el espíritu contemplativo?Las palabras de Benedicto XVI, que acabo de citar, son una eficaz introducción al misterio de fe que nos disponemos a saborear una vez más. Como escribió San Josemaría, misterio de amor es éste. La razón humana no alcanza a comprender. Sólo la fe acierta a ilustrar cómo una criatura haya sido elevada a dignidad tan grande, hasta ser el centro amoroso en el que convergen las complacencias de la Trinidad. Sabemos que es un divino secreto. Pero, tratándose de Nuestra Madre, nos sentimos inclinados a entender más —si es posible hablar así— que en otras verdades de fe[3]. Acudamos a nuestro Padre, que contempla cara a cara a Dios, a la Santísima Humanidad de Jesucristo, a la Virgen, a los ángeles y a los demás santos, con el ruego expreso de que nos obtenga luz del Señor para ahondar en esta verdad de fe y de este modo amar más y admirar más a Santa María.Os sugiero, en primer lugar, que miremos a fondo la respuesta cotidiana de la Virgen, que nos detengamos —en la meditación personal— en los pasajes de la Sagrada Escritura que nos hablan de Ella: aunque se trata de un número reducido, en esos textos se contienen ya todas las magnalia, las grandezas de lo que el Espíritu Santo ha querido revelarnos acerca de la Madre de Dios y Madre nuestra: una riqueza inmensa, que toca a cada uno de nosotros descubrir, guiados siempre por el Magisterio de la Iglesia. Os aconsejo que repaséis también algún tratado de mariología y que os esforcéis por ahondar —mediante una lectura meditada y profunda— en las cosas inefables que cumplió en la Virgen el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo[4]. El cántico del Magnificat, que brotó de los labios y del corazón de María inspirada por el Espíritu Santo, se nos muestra como la mejor escuela para conocer, tratar e imitar a nuestra Madre: es un retrato, un verdadero icono de María, en el que podemos verla tal cual es[5].Fijémonos, de manera especial, en su vida de oración. Así la descubrimos al contemplar el primer misterio gozoso del Rosario. La Señora del dulce nombre, María, está recogida en oración. Tú eres, en aquella casa, lo que quieras ser: un amigo, un criado, un curioso, un vecino...[6]. Metámonos perseverantemente en esta escena para acoger con seriedad la invitación de nuestro Padre. Empeñémonos en encontrar —cada uno, cada una— nuestro sitio, al repasar diariamente ese acontecimiento clave de la historia de nuestra salvación, y también en el rezo del Ángelus y del Rosario. Podemos pensar en la Virgen, que se mantiene constantemente en conversación con Dios, y así se halla cuando el Arcángel le transmite la divina embajada. Lo mismo sucede en el segundo misterio luminoso: la confiada súplica que la Virgen expone con su comentario en las bodas de Caná, obtiene que Jesús realice su primer milagro, anticipando en cierto modo su hora, y que los primeros seguidores de su Hijo reciban el don de la fe, como anota el Evangelio en pocas palabras: sus discípulos creyeron en Él[7].Precisamente San Juan, el discípulo amado, nos transmite este dato. Nos revela que la Santísima Virgen, que hasta ese momento había cuidado a su Hijo durante los años de vida oculta en Nazaret, ha sido llamada a continuar colaborando directamente en el misterio de la Redención. Este designio divino se insinúa en la respuesta de Cristo a la súplica de su Madre: Mujer, ¿qué nos importa a ti y a mí? Todavía no ha llegado mi hora[8]. El Señor se refiere al sacrificio de la Cruz. Cuando se presente ese momento, querrá —con lógica sobrenatural y humana— que su Madre se halle junto a Él, como nueva Eva, para cooperar en la restauración de la vida sobrenatural de las almas. Lo relata también San Juan: estaban junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su Madre, María de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a su madre: "Mujer, aquí tienes a tu hijo". Después dice al discípulo: "Aquí tienes a tu Madre". Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa[9].Os recordaba, con palabras del Papa, que la solemnidad de la Asunción nos invita a elevar los ojos al Cielo, la morada definitiva a la que nos dirigimos, pero sin olvidar —otra enseñanza de María— que, antes de ser trasladada en cuerpo y alma a la gloria, la Virgen acompañó de cerca a Cristo en su Pasión y Muerte redentoras. La nueva Eva siguió al nuevo Adán en el sufrimiento, en la pasión, así como en el gozo definitivo. Cristo es la primicia, pero su carne resucitada es inseparable de la de su Madre terrena. María, y en Ella toda la humanidad, está implicada en la Asunción hacia Dios, y con Ella toda la creación (...). Nacen así los nuevos cielos y la nueva tierra, en la que ya no habrá ni llanto ni lamento, porque ya no existirá la muerte (cfr. Ap 21, 1-4)[10].La colaboración de la Virgen en el Sacrificio de la Cruz fue única; por eso la Iglesia la honra «con los títulos de Abogada, Auxilio, Socorro, Mediadora», sin que esto «reste ni añada nada a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador»[11]. En esta cooperación estrechísima a la obra de la Redención se sustenta también el título de Mujer eucarística, con el que Juan Pablo II la llamó en su última encíclica. La Sagrada Eucaristía es la actualización sacramental del sacrificio de la Cruz, pues lo que se realizó en el Calvario se hace presente en la Santa Misa. Y no cabe pasar por alto que, en el Gólgota, el Señor manifestó a la Virgen su nueva maternidad. «Las palabras de Jesús —apunta Juan Pablo II— asumen su significado más auténtico en el marco de la misión salvífica. Pronunciadas en el momento del sacrificio redentor, esa circunstancia les confiere su valor más alto. En efecto, el evangelista, después de las expresiones de Jesús a su Madre, añade un inciso significativo: "Sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido" (Jn 19, 28), como si quisiera subrayar que había culminado su sacrificio al encomendar su Madre a Juan y, en él, a todos los hombres, de los que Ella se convierte en Madre en la obra de la salvación»[12].En cada Santa Misa, la Virgen se halla misteriosamente presente junto al altar donde se actualiza de modo incruento el Sacrificio de la Cruz. En ese insondable misterio —escribió nuestro Padre— se advierte, como entre velos, el rostro purísimo de María: Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo[13]. Ésta es la firme convicción de la Iglesia, expresada en una de las oraciones que la liturgia recomienda a los sacerdotes para disponerse mejor a la celebración del Santo Sacrificio: Oh Madre de piedad y misericordia, Santísima Virgen María (...), acudo a tu piedad para que, así como estuviste junto a tu dulcísimo Hijo clavado en la Cruz, también estés junto a mí, miserable pecador, y junto a todos los fieles que aquí y en toda la Santa Iglesia vamos a participar de aquel divino sacrificio[14]. ¿Acudes filialmente a Ella, en cada jornada, antes de celebrar o de participar en la Santa Misa?La Virgen Santísima, desde Belén hasta el Gólgota, supo mostrar a Cristo, conducir a Cristo, a los discípulos —hombres y mujeres— de su Hijo: si Juan, María Magdalena, Salomé y las demás mujeres —como nos detalla el Evangelio— perseveraron firmes junto a la Cruz de Jesús y fueron luego testigos de su resurrección, se debió a que no se apartaron de María en aquellas horas; a que la acogieron en su casa —en todo el espacio de su caminar espiritual— desde el momento inefable en que Cristo los confió a su Madre en el Calvario.Hijas e hijos míos: la que es toda de Dios, Mujer eucarística y Maestra de oración, quiere que la tratemos, que le pidamos que nos enseñe a enamorarnos de Jesucristo con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, para responderle con entera fidelidad en los diferentes momentos y circunstancias. Un gran misterio de amor se nos propone en la fiesta de la Asunción de la Virgen: Cristo venció la muerte con la omnipotencia de su amor. Sólo el amor es omnipotente. Ese amor impulsó a Cristo a morir por nosotros y así a vencer a la muerte. Sí, ¡sólo el amor hace entrar en el reino de la vida! Y María entró detrás de su Hijo, asociada a su gloria, después de haber sido asociada a su pasión. Entró allí con ímpetu incontenible, manteniendo abierto tras de sí el camino a todos nosotros. Por eso hoy la invocamos: "Puerta del Cielo", "Reina de los ángeles" y "Refugio de los pecadores"[15].Desgranemos piadosamente las letanías y las demás oraciones marianas —el Avemaría, la Salve, el Rosario y las jaculatorias que el cariño filial nos sugiera— con esmerada devoción y piedad de hijos, porque María, Virgen sin mancilla, reparó la caída de Eva: y ha pisado, con su planta inmaculada, la cabeza del dragón infernal[16]. Unidos a ese gran enamorado de la Virgen, que fue y es nuestro Padre, admiremos más cómo el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo la coronan como Emperatriz que es del Universo.Y le rinden pleitesía de vasallos los Ángeles..., y los patriarcas y los profetas y los Apóstoles..., y los mártires y los confesores y las vírgenes y todos los santos..., y todos los pecadores y tú y yo[17]. ¿Nos comportamos nosotros así?En las cartas y documentos de familia, San Josemaría solía firmar con el nombre Mariano. Entremos, pues, en la escuela de Mariano, imitando a nuestro Padre en su tierna devoción a la Santísima Virgen, como hijos pequeños que en todo momento se saben necesitados de los cuidados de su Madre.Santa María, además, se ha mostrado siempre Madre del Opus Dei, desde su nacimiento, y la Obra se ha desarrollado al amparo de su manto: nos ha precedido, acompañado y seguido en todos los pasos de nuestra historia familiar y de nuestro peregrinar personal. En el mes de agosto recordamos algunos de esos momentos: la Consagración de la Obra al Corazón dulcísimo de la Virgen, en Loreto, el 15 de agosto de 1951, que renovamos anualmente; la invitación a acudir a la misericordia divina por medio del Trono de la gloria, que es María, el 23 de agosto de 1971... Y tantas otras intervenciones de la Reina de cielos y tierra que ahora no resulta posible enumerar.En estos días me encuentro en México, adonde he acudido para participar en la dedicación de la iglesia construida en honor de San Josemaría, en el Distrito Federal. Con cada una y con cada uno doy también gracias a Dios, porque esta circunstancia me ha permitido rezar ante la Virgen de Guadalupe en la Villa, con el recuerdo de los pasos de nuestro Padre en 1970. Algunas de las intenciones que entonces llenaban el corazón de nuestro Fundador se mantienen plenamente actuales; otras ya se cumplieron, gracias a la intercesión de nuestra Madre. He acudido, insisto, en nombre de todas y de todos —los que ahora estamos en la Obra y los que llegarán en el transcurso de los siglos—, para rogar por la Iglesia, por el Papa y sus colaboradores, por los Obispos y sacerdotes del mundo entero —especialmente en este Año sacerdotal—, por el Opus Dei y todo el pueblo cristiano; por nuestro personal enamoramiento cotidiano de Jesucristo. Conservo muy presente en mi memoria aquella locución que tanto removió a nuestro Padre, y que nos relató enseguida con una conmoción visible, en agosto de 1970; le vimos muy urgido a comportarse como perseverante rezador. El Señor imprimió en su alma aquellas palabras —clama, ne cesses![18] — que deseo que incorporemos a nuestra piedad y a nuestro quehacer.Acompañadme en mis peticiones, especialmente el 15 de agosto, cuando renovemos la consagración al Corazón dulcísimo de Nuestra Señora. Y repasemos con hondura esta recomendación de San Josemaría: "Adeamus cum fiducia ad thronum gloriæ, ut misericordiam consequamur" (cfr. Hb 4, 16). Que lo tengáis muy en cuenta en estos momentos y también después. Yo diría que es un querer de Dios: que metamos nuestra vida interior personal dentro de esas palabras que os acabo de decir. A veces las escucharéis sin ruido ninguno, en la intimidad de vuestra alma, cuando menos lo esperéis."Adeamus cum fiducia": id —repito— con confianza al Corazón Dulcísimo de María, que es Madre nuestra y Madre de Jesús. Y con Ella, que es Medianera de todas la gracias, al Corazón Sacratísimo y Misericordioso de Jesucristo. Con confianza también, y ofreciéndole reparación por tantas ofensas. Que nunca os falte una palabra de cariño: cuando trabajáis, cuando rezáis, cuando descansáis, y también con ocasión de las actividades que parecen menos importantes: cuando os divertís, cuando contáis una anécdota, cuando hacéis un rato de deporte...: con toda vuestra vida, en una palabra. Poned un fundamento sobrenatural en todo, y un trato de intimidad con Dios[19].
Con todo cariño, os bendice vuestro Padre
+ Javier
México, 1 de agosto de 2009.
[1] Misal Romano, Asunción de Nuestra Señora, Aclamación antes del Evangelio.
[2] Benedicto XVI, Homilía en la solemnidad de la Asunción, 15-VIII-2008.
[3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 171.
[4] Lc 1, 49.
[5] Benedicto XVI, Homilía en la solemnidad de la Asunción, 15-VIII-2005.
[6] San Josemaría, Santo Rosario, primer misterio gozoso.
[7] Jn 2, 11.
[8] Ibid., 4.
[9] Jn 19, 25-27.
[10] Benedicto XVI, Homilía en la solemnidad de la Asunción, 15-VIII-2008.
[11] Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 62.
[12] Juan Pablo II, Discurso en la audiencia general, 23-IV-1997.
[13] San Josemaría, La Virgen del Pilar, artículo publicado en el "Libro de Aragón", Zaragoza 1976.
[14] Misal Romano, Oraciones de preparación para la Santa Misa.
[15] Benedicto XVI, Homilía en la solemnidad de la Asunción, 15-VIII-2008.
[16] San Josemaría, Santo Rosario, quinto misterio glorioso.
[17] Ibid.
[18] Is 58, 1.
[19] San Josemaría, Apuntes tomados en una tertulia, 9-IX-1971.