Homilía de Nochebuena (2012) de Benedicto XVI
Una
vez más, como siempre, la belleza de este Evangelio nos llega al corazón: una
belleza que es esplendor de la verdad. Nuevamente nos conmueve que Dios se haya
hecho niño, para que podamos amarlo, para que nos atrevamos a amarlo, y, como
niño, se pone confiadamente en nuestras manos. Dice algo así: Sé que mi
esplendor te asusta, que ante mi grandeza tratas de afianzarte tú mismo. Pues
bien, vengo por tanto a ti como niño, para que puedas acogerme y amarme.
Nuevamente
me llega al corazón esa palabra del evangelista, dicha casi de pasada, de que no había lugar
para ellos en la posada. Surge inevitablemente la pregunta sobre qué
pasaría si María y José llamaran a mi puerta. ¿Habría lugar para ellos? Y
después nos percatamos de que esta noticia aparentemente casual de la falta de
sitio en la posada, que lleva a la Sagrada Familia al establo, es profundizada
en su esencia por el evangelista Juan cuando escribe: «Vino a su casa, y los suyos no la recibieron» (Jn 1,11). Así que la gran cuestión moral
de lo que sucede entre nosotros a propósito de los prófugos, los refugiados,
los emigrantes, alcanza un sentido más fundamental aún: ¿Tenemos un puesto para
Dios cuando él trata de entrar en nosotros? ¿Tenemos tiempo y espacio para él?
¿No es precisamente a Dios mismo al que rechazamos?
Y
así se comienza porque no tenemos tiempo para Dios. Cuanto más rápidamente nos
movemos, cuanto más eficaces son los medios que nos permiten ahorrar tiempo,
menos tiempo nos queda disponible. ¿Y Dios? Lo que se refiere a él, nunca
parece urgente. Nuestro tiempo ya está completamente ocupado.
Pero
la cuestión va todavía más a fondo. ¿Tiene Dios realmente un lugar en nuestro
pensamiento? La metodología de nuestro pensar está planteada de tal manera que,
en el fondo, él no debe existir. Aunque parece llamar a la puerta de nuestro
pensamiento, debe ser rechazado con algún razonamiento. Para que se sea
considerado serio, el pensamiento debe estar configurado de manera que la «hipótesis Dios» sea superflua. No hay
sitio para él.
Tampoco
hay lugar para él en nuestros sentimientos y deseos. Nosotros nos queremos a
nosotros mismos, queremos las cosas tangibles, la felicidad que se pueda
experimentar, el éxito de nuestros proyectos personales y de nuestras
intenciones. Estamos completamente «llenos» de nosotros mismos, de modo que ya
no queda espacio alguno para Dios. Y, por eso, tampoco queda espacio para los
otros, para los niños, los pobres, los extranjeros.
A
partir de la sencilla palabra sobre la falta de sitio en la posada, podemos
darnos cuenta de lo necesaria que es la exhortación de san Pablo: «Transformaos por la renovación de la mente»
(Rm 12,2). Pablo habla de renovación, de abrir nuestro intelecto (nous); habla,
en general, del modo en que vemos el mundo y nos vemos a nosotros mismos. La conversión que necesitamos debe llegar verdaderamente
hasta las profundidades de nuestra relación con la realidad. Roguemos al
Señor para que estemos vigilantes ante su presencia, para que oigamos cómo él
llama, de manera callada pero insistente, a la puerta de nuestro ser y de
nuestro querer. Oremos para que se cree en nuestro interior un espacio para él.
Y para que, de este modo, podamos reconocerlo también en aquellos a través de
los cuales se dirige a nosotros: en los niños, en los que sufren, en los
abandonados, los marginados y los pobres de este mundo.
En
el relato de la Navidad hay también una segunda palabra sobre la que quisiera
reflexionar con vosotros: el himno de alabanza que los ángeles entonan después
del mensaje sobre el Salvador recién nacido: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz
a los hombres en quienes él se complace». Dios es glorioso. Dios es luz
pura, esplendor de la verdad y del amor. Él es bueno. Es el verdadero bien, el
bien por excelencia. Los ángeles que lo rodean transmiten en primer lugar
simplemente la alegría de percibir la gloria
de Dios. Su canto es una irradiación de la alegría que los inunda. En sus
palabras oímos, por decirlo así, algo de los sonidos melodiosos del cielo. En
ellas no se supone ninguna pregunta sobre el porqué, aparece simplemente el
hecho de estar llenos de la felicidad que proviene de advertir el puro
esplendor de la verdad y del amor de Dios. Queremos dejarnos embargar de esta
alegría: existe la verdad. Existe la pura bondad. Existe la luz pura. Dios es
bueno y él es el poder supremo por encima de todos los poderes. En esta noche,
deberíamos simplemente alegrarnos de este hecho, junto con los ángeles y los
pastores.
Con la gloria de
Dios en las alturas, se relaciona la paz en la tierra a los hombres. Donde no
se da gloria a Dios, donde se le olvida o incluso se le niega, tampoco hay paz.
Hoy, sin embargo, corrientes de pensamiento muy difundidas sostienen lo
contrario: la religión, en particular el monoteísmo, sería la causa de la
violencia y de las guerras en el mundo; sería preciso liberar antes a la
humanidad de la religión para que se estableciera después la paz; el
monoteísmo, la fe en el único Dios, sería prepotencia, motivo de intolerancia,
puesto que por su naturaleza quisiera imponerse a todos con la pretensión de la
única verdad. Es cierto que el monoteísmo ha servido en la historia como
pretexto para la intolerancia y la violencia. Es verdad que una religión puede
enfermar y llegar así a oponerse a su naturaleza más profunda, cuando el hombre
piensa que debe tomar en sus manos la causa de Dios, haciendo así de Dios su
propiedad privada. Debemos estar atentos contra esta distorsión de lo sagrado.
Si es incontestable un cierto uso indebido de la religión en la historia, no es
verdad, sin embargo, que el «no» a Dios restablecería la paz. Si la luz de Dios
se apaga, se extingue también la dignidad divina del hombre. Entonces, ya no es
la imagen de Dios, que debemos honrar en cada uno, en el débil, el extranjero,
el pobre. Entonces ya no somos todos hermanos y hermanas, hijos del único Padre
que, a partir del Padre, están relacionados mutuamente. Qué géneros de
violencia arrogante aparecen entonces, y cómo el hombre desprecia y aplasta al
hombre, lo hemos visto en toda su crueldad el siglo pasado. Sólo cuando la luz
de Dios brilla sobre el hombre y en el hombre, sólo cuando cada hombre es
querido, conocido y amado por Dios, sólo entonces, por miserable que sea su
situación, su dignidad es inviolable. En la Noche Santa, Dios mismo se ha hecho
hombre, como había anunciado el profeta Isaías: el niño nacido aquí es
«Emmanuel», Dios con nosotros (cf. Is 7,14). Y, en el transcurso de todos estos
siglos, no se han dado ciertamente sólo casos de uso indebido de la religión,
sino que la fe en ese Dios que se ha hecho hombre ha provocado siempre de nuevo
fuerzas de reconciliación y de bondad. En la oscuridad del pecado y de la
violencia, esta fe ha insertado un rayo luminoso de paz y de bondad que sigue
brillando.
Así pues, Cristo es
nuestra paz, y ha anunciado la paz a los de lejos y a los de cerca (cf. Ef
2,14.17). Cómo dejar de implorarlo en esta hora: Sí, Señor, anúncianos también
hoy la paz, a los de cerca y a los de lejos. Haz que, también hoy, de las
espadas se forjen arados (cf. Is 2,4), que en lugar de armamento para la guerra
lleguen ayudas para los que sufren. Ilumina la personas que se creen en el
deber aplicar la violencia en tu nombre, para que aprendan a comprender lo
absurdo de la violencia y a reconocer tu verdadero rostro. Ayúdanos a ser
hombres «en los que te complaces»,
hombres conformes a tu imagen y, así, hombres de paz.
Apenas se alejaron
los ángeles, los pastores se decían unos a otros: Vamos, pasemos allá, a Belén,
y veamos esta palabra que se ha cumplido por nosotros (cf. Lc 2,15). Los
pastores se apresuraron en su camino hacia Belén, nos dice el evangelista (cf.
2,16). Una santa curiosidad los impulsaba a ver en un pesebre a este niño, que
el ángel había dicho que era el Salvador, el Cristo, el Señor. La gran alegría,
a la que el ángel se había referido, había entrado en su corazón y les daba
alas.
Vayamos allá, a
Belén, dice hoy la liturgia de la Iglesia. Trans-eamus
traduce la Biblia latina: «atravesar», ir al otro lado, atreverse a dar el paso
que va más allá, la «travesía» con la que salimos de nuestros hábitos de
pensamiento y de vida, y sobrepasamos el mundo puramente material para llegar a
lo esencial, al más allá, hacia el Dios que, por su parte, ha venido acá, hacia
nosotros. Pidamos al Señor que nos dé la capacidad de superar nuestros límites,
nuestro mundo; que nos ayude a encontrarlo, especialmente en el momento en el
que él mismo, en la Sagrada Eucaristía, se pone en nuestras manos y en nuestro
corazón.
Vayamos allá, a
Belén. Con estas palabras que nos decimos unos a otros, al igual que los
pastores, no debemos pensar sólo en la gran travesía hacia el Dios vivo, sino
también en la ciudad concreta de Belén, en todos los lugares donde el Señor
vivió, trabajó y sufrió. Pidamos en esta hora por quienes hoy viven y sufren
allí. Oremos para que allí reine la paz. Oremos para que israelíes y palestinos
puedan llevar una vida en la paz del único Dios y en libertad. Pidamos también
por los países circunstantes, por el Líbano, Siria, Irak, y así sucesivamente,
de modo que en ellos se asiente la paz. Que los cristianos en aquellos países
donde ha tenido origen nuestra fe puedan conservar su morada; que cristianos y
musulmanes construyan juntos sus países en la paz de Dios.
Los pastores se
apresuraron. Les movía una santa curiosidad y una santa alegría. Tal vez es muy
raro entre nosotros que nos apresuremos por las cosas de Dios. Hoy, Dios no
forma parte de las realidades urgentes. Las cosas de Dios, así decimos y
pensamos, pueden esperar. Y, sin embargo, él es la realidad más importante, el
Único que, en definitiva, importa realmente. ¿Por qué no deberíamos también
nosotros dejarnos llevar por la curiosidad de ver más de cerca y conocer lo que
Dios nos ha dicho? Pidámosle que la santa curiosidad y la santa alegría de los
pastores nos inciten también hoy a nosotros, y vayamos pues con alegría allá, a
Belén; hacia el Señor que también hoy viene de nuevo entre nosotros. Amén.